lunes, junio 13, 2016

Capacidad de asombro


     -Si te sobran sílabas en un verso, le aplicai un asíndeton; si te faltan sílabas, su polisíndeton; y así. Es fácil. De verdad que no es na de otro mundo -fumaba y seguía hablando sin botar el humo-. Vay a mi oficina los jueves a dejar los papeles. Tenís, mira: viernes y sábado para crear, no sé, borracha, con caña, fuera de Santiago, si salís; y tenís -fumaba sin haber botado el humo de la bocanada anterior: domingo a miércoles -con tono de interrogación en la "é" de miércoles- para pulir, ¿ah? Sacar todo lo que sobra, la parte más técnica, lo que te explicaba al principio.

     Mientras fumaba, sentía un frío en mi nuca.Tenía ganas de sacarme las vértebras cervicales una por una para reacomodarlas y quedar como nueva, pero sabía que no sería así. Me temblaba mi cuello como sobredosis de cafeína, como los días sin dormir.

     -Ahí está el secreto de mi creatividad. No dormir -callaba mientras él me miraba esperando una respuesta.

     Movía mi cabeza de lado a lado, mi nuca crujiendo.

     En la sala al fondo de la oficina, por una puerta abierta que podía ver sobre el hombro del editor, no bailaba un tipo delgado, de cara fea, de ascención social, con una chaqueta gastada y pantalones de tela muy delgada. No brincaba y movía los pies, como ballet.

     Volvía a mirar a los ojos a mi entrevistador de trabajo.

     -Sí, acepto -Le decía sin tener idea qué me había estado hablando los últimos segundos.

     De repente estaba sobre él, desnuda de toda la parte de abajo de mi ropa; mantenía la bufanda la chaqueta y la blusa, incluso los lentes para leer sobre la cabeza, como cintillo. No lo agarraba de su cuerpo graso y con olor a taxi, o mejor a micro amarilla. Aún nos separaba el escritorio.

     Suspiré aliviada y le dije que me iba. Me acerqué a sacar un vaso con agua del dispensador de agua. El sonido de las burbujas después de que se llenara. Ese frío tan rico que hace doler los dientes, pero no las encías.

     No le daba la mano ni las gracias, ni siquiera pasaba por al lado de él hacia la puerta de salida. Y estaba ahí, y el sonido de las burbujas no se acababa. Sacudía la pesadez de los párpados y me acercaba a pasar por su lado, y decirle de una vez las gracias, y chao, y lo que fuera.

     En su escritorio, no corrían manchas blancas girando en una ruta, dejando una estela difuminada, nubosa. En el ascensor antiquísimo pensaba en las plantas de la oficina para apalear el humo del cigarro, en el tipo que no bailaba a saltos. Me senté en el suelo del ascensor.

     El ardor en los ojos se ponía denso, y entonces entendía algunas cosas que me había dicho el caballero. Ya estaba segura de que no me lo había follado allá arriba, y que habló de Modernismo, de Platero y yo, o algún ejemplo similar.

     Llegué al piso de arriba de nuevo. No me había quedado nada claro. Subí abrazada a un tío del aseo, de overol azul. Me había encontrado durmiendo en el menos dos, al lado de una llave de agua para lavar las mopas, a la salida del ascensor que daba al estacionamiento. Golpeamos la puerta mucho rato pero nadie salió a abrir

     -¿Está segura de que era aquí, en el ocho?

     -¿Ocho pisos subimos a pie? -callé y lo miré en silencio- Diez -me respondí, recordando que estábamos en el menos dos. Me alegré tanto que le di un beso en la mejilla, medio cuneteado, y me retó cuando traté, en un momento de tomar agua del carro donde llevaba la mopa. Tenía barro y todo, pero no había agua más cerca, y ya no tenía fuerzas para preguntarle dónde había un baño cerca.

     No se movía ninguna sombra a través del pasillo de oficinas, desde la ventana este que daba a la cordillera opacada por el esmog, hacia la ventana que daba hacia el edificio de al lado, en la que solo se veían escaleras. Ninguna sombra alargada como personas altas que avanzaban sin tocar el piso.

     Así que, sentada en el paseo Ahumada o Estado, comía una empanada y un café helado. No le había preguntado al vendedor si podía cambiar el sabor del helado a uno que no fuese vainilla, que es asqueroso en combinación con el café y la crema chantilly. Hubiera querido tanto preguntárselo a tiempo. La empanada se había enfriado rápido. Tenía en mis manos unas orejeras de polar que había comprado recién en algún carrito. Era de color morado y no me habían dado el vuelto; probablemente me fui sin recibírselo.

     -La estuve llamando harto rato cuando se alejó caminando. Son ocho quinientos el vuelto -tardo un rato con la mano estirada en pensar si eran ocho veces quinientos u ocho veces mil más quinientos pesos: ocho lucas y quinientos. La respuesta era obvia, pero pensar en cosas que se asumen de forma muy instantánea puede reducir muchos riesgos lógicos.

     Mi sueño fue siempre follar con un travesti, transexual o como se llamen. Sabía que había varios cerca de McIver, o San Antonio.

     -Tú necesitay dormir, linda -y yo con los ocho quinientos en la mano, la mitad de la empanada y el cafechantillyvainilla derretido en la copa. Me miró con cariño, y yo la miré sin decirle hartas cosas muy afectivas, que servían mucho para escribir poesía, pero no poesía infantil ni con rimas.

     Me corrieron dos pequeñas lágrimas de nostalgia por la infancia y por la visión ingenua del mundo. Deseaba que todos los días fuesen sencillos como el de hoy, sentada en una banca de piedra mirando correr el agua del Mapocho. Cuando chica, la espuma del Mapocho era café. La cresta de cada ola. Café. Caca molida, como en una juguera. Ahora el agua era café y la espuma casi blanca. El olor también había desaparecido, como el olor a vinagre en Avenida La Paz, que tanto odiaba y me tapaba la nariz, y ahora habría metido una moneda en una máquina para olerlo de nuevo. Ah. Mil veces mejor que máquinas de peluches o que máquinas para ver un track de un DVD. Le comentaba cosas tristes pero bonitas, no al tío del aseo ni a la travesti morenita y achinada, con esos pechos mucho más bonitos que los míos y esa cintura de quinceañera centroamericana. No estaban conmigo, po, y yo sintiéndome apañada por sus compañías ahí en la banca, pero era como el recuerdo del día.

     -No quiero saber nada de crímenes ni de las cosas horribles que puede hacer la gente -y un rastrillo con sonido de hojas de plátano oriental, un uniforme verde con amarillo y un gorro naranjo estaban cerca mío, en alguna parte detrás de mi nuca, que me recordó hacerme sonar las cervicales de nuevo para liberar la tensión de la gravedad.

     -Pensé que estaba pintando un mensaje hermoso en la muralla del Mapocho, de la ribera. Pero ve, no tengo ni siquiera pintura.

     -¿Qué eres? -me había preguntado, o algo así.

     -Soy escritora, escribo poesía, pero solo cuando no duermo en varios días. Cuando duermo, busco trabajos fomes y monótonos, y me siento como esas tiras... -No. Qué signo eres-, me interrumpió en algún punto antes o después de eso que dije. Me puse a contar los días con los dedos para ver si mi signo, si el veinte o el veintiuno de cada mes, y me compré una sopaipilla a la que le eché todas las salsas que habían, de rocoto, de cibulet, esa que es como americana molida y la otra que es como americana entera, y salsa de soya y ají. No tenía hambre, pero moría por probar esos sabores, y mi cuerpo en realidad me lo pedía.

     -Dejé al jardinero hablando solo -me callaba para mí, y me sentía un poco bien y un poco mal.

     Era mágico todo. La humedad que hacía que los árboles se vieran irreales a medida que se alejaban, en el forestal, y tantos tipos de nubes distintas, y tantas personas de las que podía imaginar cada uno de sus timbres de voz, y cómo sonaban en persona,y cómo sonaban por teléfono. Y mi cuerpo me insistía en llegar a dormir, pero me deprimía despertar sin capacidad de asombro. Despertar tan segura de toda la realidad, y preocupada de tantas cosas tan materiales, y me amaba en esa perdición tan romántica y marginal, casi al nivel de comprensión de mundo de los vagabundos que me daba el insomnio.

     La puerta de la micro estaba mala, y se azotaba con tanta furia al abrir que era como el azote de la máquina contra la humanidad maquinizada, y le pedía que volviera a sonar, cada vez más fuerte. Suena, mierda, suena, azota. Porque si dormía hoy, mañana ya no me iba a importar; solo me iba a estresar, e iba a subirle el volumen a la música o algo para no escucharla, para ignorar la máquina.

     Azota, mierda, ¡azota! Si dejaba de azotar, el bellísimo mural que no había pintado en la orilla del Mapocho iba a desaparecer como cuando se olvida el sueño después de la ducha.

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