-Puede que al despertar no sientas absolutamente nada -la voz disipante- puede ser incómodo en un principio, pero termina por llenarte de paz. Una paz necesaria... te rindes...
Tal vez eso me faltaba. Rendirme.
Negar la evolución del hombre, la revolución luciferina y contrarrestar el proceso de soberbia que llevó a erguir nuestras columnas y a alzar nuestras cabezas, abrir nuestras cajas toráxicas y levantar nuestro cuello como tronco de árbol.
La paz de sentirse arrastrado, de decidir ser arrastrado como una sombra que siente el goce, el roce y el dolor, incómodo dolor de la superficie sobre la cual se desliza. Esa paz anhelo, esa paz deseo.
No las paces de sentarse y ser esclavo del cuerpo, o la falsa paz del morir, del dormir y la eutanasia.
Me rendí a su mano de ángel y esperé que me durmiese con inhumanos y bruscos masajes no-táctiles, con golpes no-físicos y con deshollamientos no-desgarradores.
Inseguro, claro, como siempre. Su mano en mi largo cabello, su antebrazo en mi cintura. Contactos precisos que despertaban reacciones psíquicas específicas. El relámpago que desata la furia del trueno. Que solo para nosotros es furia; respiración del cielo. El simple ronroneo de los dioses. Los que no llegaremos a ser, hay que hacer la diferencia.
Las yemas de sus dedos suaves en movimiento, pero toscas en relieve, se deslizaban por los parajes cercanos a mi espina dorsal. Cerraba los ojos rendido, completamente rendido.
Los movimientos no eran físicos. El roce de su mano en mis costillas se extendía hasta mi cuello, los lóbulos de la oreja, mi cabello erizado solo por dentro.
El pequeño hundimiento de su palma en mi cintura giraba a mi alrededor, rodeando hombros, cerebro y cervical. Estremeciendo un poquito, en su justa medida, mis nervios, piel, estado anímico, sueño, sueños y recuerdos.
-... -la voz disipa, se disipa-...
El negro es un estado cómodo, pero culpable. El sueño es placentero, pero pecaminoso.
Sumergirse en agua negra trae esa falsa paz de no ser arrastrado, más pacífica que la paz verdadera. El espesor del inconsciente envuelve con delicadeza pero decisión. Se arremolina en torno al rendido para dejarle sin recuerdos, y a través de él Dios nos roba horas. Nos roba tiempo y vida, porque ha venido a matar, robar y destruir. Nos quita recuerdos, arrebata mundos a modo de diezmo, para entregarlos a la farsa de la tribu de Leví. Nos acaricia con manos aleonadas, y sumiéndonos en paisajes hermosos, absorbe sus aromas, sus colores y las creaciones que en él habitan. Nuestras creaciones que se lleva de a poco hasta que el precio de la creación esté saldado. Hasta que el precio de la redención sea olvidado. De ahí la comodidad del sueño. De ahí el onirismo ligado a lo vaporoso, lo blando, lo suave, terso y aterciopelado.
A torso pelado desperté en semi-negro, con algo de frío inexplicable. Era soportable pero inquietante. No era un frío penetrante, climático-atmosférico. El frío era natural, progresivo y permanente.
El semi-negro lo adjudiqué a los ojos semi-cerrados, semi-imperceptibles al tacto por el letargo ya previamente advertido, pero percibibles si se tiene los movimientos suaves de los toscos dedos de sus manos desgastadas y perfectas. Sus dedos estaban ahí y lo sabía, pero no sentía lo que sí sentía antes de caer en el espesor negro.
Tal vez eso no era exactamente lo que me faltaba. Me rindo. Ya lo hice. Ya he decidido arrastrar el cuerpo para dejar atrás los límites físicos y de percepción táctil, material y sensorial.
Sirvió de algo, lo acepto. El abrazarse a sí mismo nunca fue tan placentero. Ya no anhelaba cuerpos, anhelaba almas. Anhelaba presencias vitales, pensantes, sensibles. Tan banal se volvió entonces la distinción de sexos, de edades, de razas, de impresiones visuales, de olores. Caminé por la sala oscura, buscando la puerta que dejaría salir mi cuerpo. Sentí, o creí sentir sus manos tomando mi cintura desnuda. La yema de sus dedos despidiéndose de mi espina dorsal, el borde interno de sus dedos intentando retener absurdamente las puntas de mi cabello.
Sentí el roce de otras personas, de otras pieles, y me cuestioné mientras avanzaba sobre el cuerpo muerto. El doble sentir que poseía en el momento: uno minimizado e idiotizado que es el táctil, capaz de sentir un cuerpo vivo tal como se siente uno recién muerto; y el sentir no-sensorial, la belleza del saber, del percibir sin los órganos, sin el cuerpo, sin la célula que mantiene preso a Dios.
Afuera llovía. Casi escuchaba, casi sentía, casi olía la tierra mojada. Pero sentía una belleza en la lluvia que más adelante no se repetiría. Jamás como experiencia, casi imposiblemente como recuerdo vívido. Es parte de lo que no nos roba Dios, pero que sin embargo desaparece. Se convierte en aliento, en vapor, en respiración y en aire, en fluidos orgánicos, en gases, en lágrimas, en suspiros y en tanta barbaridad humana que no notamos por estar rellena de ello la celda natural. El agua corría por mi rostro con otro sentido. El pelo me caía por el pecho y las costillas con otro ritmo. Mis pies se hundían en charcos de agua y barro con sencillez nunca antes percibida. Mis ojos tendían a abrirse solo para respirar y no sentirse más presos. Mis movimientos libres y armoniosos, difíciles de recordar ya encontrandome de vuelta en la luz blanca, evocaban los dedos de sus manos, las arrugas de sus dedos y la delicadeza perfecta de sus arrugas, la delicadeza de sus manos.
Muy posiblemente caí de rodillas en el barro y mirando al cielo sentía como alrededor andaban vidas, movimiento de seres, de cuerpos, de vivos, de semi-muertos. Y acompañándoles, se percibían, en menor intensidad, temperaturas, distancias, velocidades, texturas, cuerpos, olores, sabores que entraban sin autorización a las puertas de la lengua y el paladar, luces, colores, pseudo-colores, brisas, caricias... La paz de llevar el cuerpo al arrastre, comandado por el ser verdadero que yace, por lo general inválido dentro nuestro. Postrado entre paredes de carne y sangre, de huesos, cartílagos y demases estructuras desagradables, producto del mal gusto arquitectónico de Dios.
Sus fuertes manos, sus suaves movimientos, tomaron mis hombros, bajaron, mis costillas con el cabello mojado sobre ellas, bajaron, mi cintura desnuda, bajaron, mis caderas encintadas aún en jeans y cuero. Sus arrugas de perfectos movimientos, el sonido de la lluvia, el frío que no venía desde fuera y sus labios susurrando junto con la caída del agua. Su cuello erguido como tronco de árbol, su caja toráxica soberbia apoyada en mis omóplatos ya sin alas luciferinas, su caminar ondeante, su mentón en el lóbulo de mi oreja, sus pómulos y su ceja sobre mi cráneo mojado. La caída del agua sobre su cuerpo fuerte y tosco y sus suaves movimientos tersos y aterciopelados.
Entro por la puerta arrastrando al rendido, mojado, con las rodillas posiblemente ensangrentadas. Con algo de frío que no venía de afuera. Era un frío natural, progresivo y permanente. Contrastaba con su firme y viril respiración, su aliento ligado a lo vaporoso, lo blando, lo suave, terso y aterciopelado. Las arrugas en sus dedos, en su rostro. Su piel gastada.
¿Cuántas veces, oh Lucifer, había sentido él lo que yo sentía entonces?
¿Cuántas veces sintió la vida fluir a su alrededor?
¿Provenía de experiencias tales, oníricas, no, no, reales, verdaderamente reales, fuera de la prisión carnosa y sanguinolienta, mucosa y venosa, todos sus movimientos divinos, sus dedos, sus manos, sus arrugas, oh, Lucifer?
La lluvia afuera parecía acompañar más su existencia que cualquier movimiento, habla, sonido, intervención humana.
Los riachuelos de gotas de lluvia corriendo calle abajo simulaban mejor sus cabellos, el ondear de sus cabellos de lo que cualquier imitación, burda y humana podría llegar a hacer.
Tragué el agua que había entrado por mi boca, mi nariz, mis poros y sentí como bajaba a mi estómago helado.
Me tomó nuevamente de mis caderas encintadas de jeans y cuero, subían, sus manos me tomaron de mi cintura desnuda y me acercaba al fuego, subían, de mis costillas removió mi cabello mojado y las puntas que sí tenía sentido retener, subían, mis hombros tocaron las yemas de sus dedos, sus labios, su mentón y su cuello erguido como tronco de árbol.
Temblaba, cada vez el frío interior era mayor. Mis intestinos congelados, no percibidos poco antes por la atenuación de los órganos sensoriales, tendían ya a quebrajarse de frío. Mi hígado se acercaba a crujir y mis pulmones permanecían tiesos y minimizados. Me arrodillé y abracé de sus piernas. Mis labios tocaban el pantalón sobre sus muslos. Estaba mojado. Estaba mojado también. Mis ojos entreabiertos no sabían bien aun si divisaban la gente que antes creyó entrever dentro de la estancia.
Todo parecía volver a negro y ya no sabía si lo deseaba o no.
Sumergirse en la espesura del sueño parecía tan atractivo como quitar tal letargo y volver a sentir con solo cinco, reemplazando el sentir único bajo el cual se puede prescindir de cualquier sensación física.
Atrapé sus piernas con mis brazos enrollados en torno a ellas, me erguí estando de rodillas, y sentía en mi nariz el roce de su cuerpo ascendente. Su tibia entrepierna intentó distraer mi atención por un momento, pero la posición erguida ante todo, erguir la columna y a alzar la cabeza, abrir nuestras cajas toráxicas al cielo, a su rostro, a sus manos delicadas y toscas, a su cuerpo, su tibieza natural y su entrepierna nuevamente. Mis ojos se hallaban clavados en su pecho, pero se rindieron nuevamente. Mis pulmones no lograban almacenar el aire suficiente, y la oscilación del malestar confundía mis estados anímicos. Mis manos intentaron agarrar sus riñones tibios, a cada lado de su espina dorsal. Mis uñas se clavaron en su espalda mientras sentía mis riñones después de horas.
Me confundían las horas que estuve sumergido en el negro éter, y le sentía contaminando mi cuerpo, y hasta mis pensamientos.
El tibio negro éter se había helado como todo termina por hacer, pero algo no calzaba en el todo ni en la nada.
Me rindo, me rindo, me rindo.
Ya no quiero respuestas, prefiero ser interrogado.
Mis labios se pegaron a su cinturón y descendiendo la mirada sentí nuevamente su tibieza. La tibieza extrema que ganaba como Dios gana poder con los sueños que ha robado por años.
La tibieza que robaba a mi cuerpo y cómo se volvía más irressistible, cálido y fornido, en fuerte contraste con el frío negro que me carcomía por dentro.
Mi rostro casi inmerso, entregado a la tibieza de su sexo cubierto clamaba con gotas de lluvia bajo los ojos, pero él no escuchaba porque de mi boca helada no alía palabra alguna.
Sin despegar mis labios de su zona viril, vital y viva, ni mis uñas de su espalda aterciopleada, sentía como mis piernas caían bañadas en hielo negro, con mi entrepierna ya gangrenada en el frío éter solidificado, y me desplomaba en el suelo mientras una multitud incontable, mis sentidos se perdían, aplaudían como mi ser se ahogaba en su propio cuerpo; como su tibieza, que lo carecterizara de antaño robaba como Dios y consumía lo que me quedaba de vida. El crujir de un par de huesos, la lluvia en la ventana, los aplausos, y el recuerdo de un espesor negro que ahora se hallaba cristalizado y en expansión. Los aplausos aumentaban y su voz disipante...
Tal vez eso me faltaba. Rendirme.
Negar la evolución del hombre, la revolución luciferina y contrarrestar el proceso de soberbia que llevó a erguir nuestras columnas y a alzar nuestras cabezas, abrir nuestras cajas toráxicas y levantar nuestro cuello como tronco de árbol.
La paz de sentirse arrastrado, de decidir ser arrastrado como una sombra que siente el goce, el roce y el dolor, incómodo dolor de la superficie sobre la cual se desliza. Esa paz anhelo, esa paz deseo.
No las paces de sentarse y ser esclavo del cuerpo, o la falsa paz del morir, del dormir y la eutanasia.
Me rendí a su mano de ángel y esperé que me durmiese con inhumanos y bruscos masajes no-táctiles, con golpes no-físicos y con deshollamientos no-desgarradores.
Inseguro, claro, como siempre. Su mano en mi largo cabello, su antebrazo en mi cintura. Contactos precisos que despertaban reacciones psíquicas específicas. El relámpago que desata la furia del trueno. Que solo para nosotros es furia; respiración del cielo. El simple ronroneo de los dioses. Los que no llegaremos a ser, hay que hacer la diferencia.
Las yemas de sus dedos suaves en movimiento, pero toscas en relieve, se deslizaban por los parajes cercanos a mi espina dorsal. Cerraba los ojos rendido, completamente rendido.
Los movimientos no eran físicos. El roce de su mano en mis costillas se extendía hasta mi cuello, los lóbulos de la oreja, mi cabello erizado solo por dentro.
El pequeño hundimiento de su palma en mi cintura giraba a mi alrededor, rodeando hombros, cerebro y cervical. Estremeciendo un poquito, en su justa medida, mis nervios, piel, estado anímico, sueño, sueños y recuerdos.
-... -la voz disipa, se disipa-...
El negro es un estado cómodo, pero culpable. El sueño es placentero, pero pecaminoso.
Sumergirse en agua negra trae esa falsa paz de no ser arrastrado, más pacífica que la paz verdadera. El espesor del inconsciente envuelve con delicadeza pero decisión. Se arremolina en torno al rendido para dejarle sin recuerdos, y a través de él Dios nos roba horas. Nos roba tiempo y vida, porque ha venido a matar, robar y destruir. Nos quita recuerdos, arrebata mundos a modo de diezmo, para entregarlos a la farsa de la tribu de Leví. Nos acaricia con manos aleonadas, y sumiéndonos en paisajes hermosos, absorbe sus aromas, sus colores y las creaciones que en él habitan. Nuestras creaciones que se lleva de a poco hasta que el precio de la creación esté saldado. Hasta que el precio de la redención sea olvidado. De ahí la comodidad del sueño. De ahí el onirismo ligado a lo vaporoso, lo blando, lo suave, terso y aterciopelado.
A torso pelado desperté en semi-negro, con algo de frío inexplicable. Era soportable pero inquietante. No era un frío penetrante, climático-atmosférico. El frío era natural, progresivo y permanente.
El semi-negro lo adjudiqué a los ojos semi-cerrados, semi-imperceptibles al tacto por el letargo ya previamente advertido, pero percibibles si se tiene los movimientos suaves de los toscos dedos de sus manos desgastadas y perfectas. Sus dedos estaban ahí y lo sabía, pero no sentía lo que sí sentía antes de caer en el espesor negro.
Tal vez eso no era exactamente lo que me faltaba. Me rindo. Ya lo hice. Ya he decidido arrastrar el cuerpo para dejar atrás los límites físicos y de percepción táctil, material y sensorial.
Sirvió de algo, lo acepto. El abrazarse a sí mismo nunca fue tan placentero. Ya no anhelaba cuerpos, anhelaba almas. Anhelaba presencias vitales, pensantes, sensibles. Tan banal se volvió entonces la distinción de sexos, de edades, de razas, de impresiones visuales, de olores. Caminé por la sala oscura, buscando la puerta que dejaría salir mi cuerpo. Sentí, o creí sentir sus manos tomando mi cintura desnuda. La yema de sus dedos despidiéndose de mi espina dorsal, el borde interno de sus dedos intentando retener absurdamente las puntas de mi cabello.
Sentí el roce de otras personas, de otras pieles, y me cuestioné mientras avanzaba sobre el cuerpo muerto. El doble sentir que poseía en el momento: uno minimizado e idiotizado que es el táctil, capaz de sentir un cuerpo vivo tal como se siente uno recién muerto; y el sentir no-sensorial, la belleza del saber, del percibir sin los órganos, sin el cuerpo, sin la célula que mantiene preso a Dios.
Afuera llovía. Casi escuchaba, casi sentía, casi olía la tierra mojada. Pero sentía una belleza en la lluvia que más adelante no se repetiría. Jamás como experiencia, casi imposiblemente como recuerdo vívido. Es parte de lo que no nos roba Dios, pero que sin embargo desaparece. Se convierte en aliento, en vapor, en respiración y en aire, en fluidos orgánicos, en gases, en lágrimas, en suspiros y en tanta barbaridad humana que no notamos por estar rellena de ello la celda natural. El agua corría por mi rostro con otro sentido. El pelo me caía por el pecho y las costillas con otro ritmo. Mis pies se hundían en charcos de agua y barro con sencillez nunca antes percibida. Mis ojos tendían a abrirse solo para respirar y no sentirse más presos. Mis movimientos libres y armoniosos, difíciles de recordar ya encontrandome de vuelta en la luz blanca, evocaban los dedos de sus manos, las arrugas de sus dedos y la delicadeza perfecta de sus arrugas, la delicadeza de sus manos.
Muy posiblemente caí de rodillas en el barro y mirando al cielo sentía como alrededor andaban vidas, movimiento de seres, de cuerpos, de vivos, de semi-muertos. Y acompañándoles, se percibían, en menor intensidad, temperaturas, distancias, velocidades, texturas, cuerpos, olores, sabores que entraban sin autorización a las puertas de la lengua y el paladar, luces, colores, pseudo-colores, brisas, caricias... La paz de llevar el cuerpo al arrastre, comandado por el ser verdadero que yace, por lo general inválido dentro nuestro. Postrado entre paredes de carne y sangre, de huesos, cartílagos y demases estructuras desagradables, producto del mal gusto arquitectónico de Dios.
Sus fuertes manos, sus suaves movimientos, tomaron mis hombros, bajaron, mis costillas con el cabello mojado sobre ellas, bajaron, mi cintura desnuda, bajaron, mis caderas encintadas aún en jeans y cuero. Sus arrugas de perfectos movimientos, el sonido de la lluvia, el frío que no venía desde fuera y sus labios susurrando junto con la caída del agua. Su cuello erguido como tronco de árbol, su caja toráxica soberbia apoyada en mis omóplatos ya sin alas luciferinas, su caminar ondeante, su mentón en el lóbulo de mi oreja, sus pómulos y su ceja sobre mi cráneo mojado. La caída del agua sobre su cuerpo fuerte y tosco y sus suaves movimientos tersos y aterciopelados.
Entro por la puerta arrastrando al rendido, mojado, con las rodillas posiblemente ensangrentadas. Con algo de frío que no venía de afuera. Era un frío natural, progresivo y permanente. Contrastaba con su firme y viril respiración, su aliento ligado a lo vaporoso, lo blando, lo suave, terso y aterciopelado. Las arrugas en sus dedos, en su rostro. Su piel gastada.
¿Cuántas veces, oh Lucifer, había sentido él lo que yo sentía entonces?
¿Cuántas veces sintió la vida fluir a su alrededor?
¿Provenía de experiencias tales, oníricas, no, no, reales, verdaderamente reales, fuera de la prisión carnosa y sanguinolienta, mucosa y venosa, todos sus movimientos divinos, sus dedos, sus manos, sus arrugas, oh, Lucifer?
La lluvia afuera parecía acompañar más su existencia que cualquier movimiento, habla, sonido, intervención humana.
Los riachuelos de gotas de lluvia corriendo calle abajo simulaban mejor sus cabellos, el ondear de sus cabellos de lo que cualquier imitación, burda y humana podría llegar a hacer.
Tragué el agua que había entrado por mi boca, mi nariz, mis poros y sentí como bajaba a mi estómago helado.
Me tomó nuevamente de mis caderas encintadas de jeans y cuero, subían, sus manos me tomaron de mi cintura desnuda y me acercaba al fuego, subían, de mis costillas removió mi cabello mojado y las puntas que sí tenía sentido retener, subían, mis hombros tocaron las yemas de sus dedos, sus labios, su mentón y su cuello erguido como tronco de árbol.
Temblaba, cada vez el frío interior era mayor. Mis intestinos congelados, no percibidos poco antes por la atenuación de los órganos sensoriales, tendían ya a quebrajarse de frío. Mi hígado se acercaba a crujir y mis pulmones permanecían tiesos y minimizados. Me arrodillé y abracé de sus piernas. Mis labios tocaban el pantalón sobre sus muslos. Estaba mojado. Estaba mojado también. Mis ojos entreabiertos no sabían bien aun si divisaban la gente que antes creyó entrever dentro de la estancia.
Todo parecía volver a negro y ya no sabía si lo deseaba o no.
Sumergirse en la espesura del sueño parecía tan atractivo como quitar tal letargo y volver a sentir con solo cinco, reemplazando el sentir único bajo el cual se puede prescindir de cualquier sensación física.
Atrapé sus piernas con mis brazos enrollados en torno a ellas, me erguí estando de rodillas, y sentía en mi nariz el roce de su cuerpo ascendente. Su tibia entrepierna intentó distraer mi atención por un momento, pero la posición erguida ante todo, erguir la columna y a alzar la cabeza, abrir nuestras cajas toráxicas al cielo, a su rostro, a sus manos delicadas y toscas, a su cuerpo, su tibieza natural y su entrepierna nuevamente. Mis ojos se hallaban clavados en su pecho, pero se rindieron nuevamente. Mis pulmones no lograban almacenar el aire suficiente, y la oscilación del malestar confundía mis estados anímicos. Mis manos intentaron agarrar sus riñones tibios, a cada lado de su espina dorsal. Mis uñas se clavaron en su espalda mientras sentía mis riñones después de horas.
Me confundían las horas que estuve sumergido en el negro éter, y le sentía contaminando mi cuerpo, y hasta mis pensamientos.
El tibio negro éter se había helado como todo termina por hacer, pero algo no calzaba en el todo ni en la nada.
Me rindo, me rindo, me rindo.
Ya no quiero respuestas, prefiero ser interrogado.
Mis labios se pegaron a su cinturón y descendiendo la mirada sentí nuevamente su tibieza. La tibieza extrema que ganaba como Dios gana poder con los sueños que ha robado por años.
La tibieza que robaba a mi cuerpo y cómo se volvía más irressistible, cálido y fornido, en fuerte contraste con el frío negro que me carcomía por dentro.
Mi rostro casi inmerso, entregado a la tibieza de su sexo cubierto clamaba con gotas de lluvia bajo los ojos, pero él no escuchaba porque de mi boca helada no alía palabra alguna.
Sin despegar mis labios de su zona viril, vital y viva, ni mis uñas de su espalda aterciopleada, sentía como mis piernas caían bañadas en hielo negro, con mi entrepierna ya gangrenada en el frío éter solidificado, y me desplomaba en el suelo mientras una multitud incontable, mis sentidos se perdían, aplaudían como mi ser se ahogaba en su propio cuerpo; como su tibieza, que lo carecterizara de antaño robaba como Dios y consumía lo que me quedaba de vida. El crujir de un par de huesos, la lluvia en la ventana, los aplausos, y el recuerdo de un espesor negro que ahora se hallaba cristalizado y en expansión. Los aplausos aumentaban y su voz disipante...
5 comentarios:
este escrito me llamó mucho la atención, porque hace lo inverso a lo que harían sus símiles: ahora el estilo es filosófico en un contenido literario, esto le da un plus extraño que se ve poco; lo convierte en casi un ensayo, sin serlo. Ese peculiar modo de mostrar esa visión tan controversial,nunca excento de los temas de la carne, "la prisón", el alma, la carga histórica, crea una estilística que le da un peso más importante al significado... me parece super en el sentido que se asemeja a un barroco con temas ya densos de tratar, sin molestar esa considerable sobrecarga semiótica... eso sí, a mi parecer, hay algunos adjetivos o "lugares comunes" que aveces hacen espesas esas sobrecargas, pero son detalles pulibles.
En cuanto al tema, compañero, como lo tratas tú y toda esa cohesión de pensamientos... así como la relación entre el simbolismo filosófico de lo narrado... nada que decir, son deslumbrantes y muy asertivos: una peculariedad bien argumentada.
:O
Por eso te amo, Jai.
jajaja
De todos modos pensaba corregirlo después... cambiaría algunas expresiones por otras más sutiles e intentaría dejarlo un poco más "a la imaginación del lector", después de todo lo escribí casi durmiéndome literalmente en el teclado. Y en respeto a ese estado mental es que decidí dejarlo como está.
No puedo creer que esté respondiendo a un anónimo que sabe mi nombre.
Pero... claro que sí, pues...
tal vez en más de una ocasión.
Tuve que leerlo como corresponde, a viva voz... Para mí eso ya dice bastante.
Estoy stalkeando tu blog; llegué por otro blog (Sesiones Anónimas)
Un saludo.
PD: Seguiré revisando.
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